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Quo vadis Arzalluz?
Por Mitus

Corrían los últimos meses de 1976 y el País Vasco vivía una época de agitación, con atentados frecuentes e intranquilidad en las calles, pero el sentimiento no era el de ahora. No existían aún la Constitución ni el Estatuto de Guernica y la percepción de que en Euskadi existían viejas heridas que curar, y justas reivindicaciones que atender, daban al problema un cariz más esperanzador que el actual. El terrorismo era el mismo, pero se pensaba que la llegada de la democracia y del reconocimiento político de la identidad vasca eliminaría sus raíces. Hoy constatamos cuán alejada está de la realidad cualquier teoría que, con respecto al crimen, pretenda lograr algo positivo haciendo cualquier cosa diferente a combatirlo.

Muchas de las declaraciones de Arzalluz sorprenden por la brutalidad con la que, al descartar la posibilidad de vencer a ETA mediante la aplicación de las leyes, propone hablar de la soberanía vasca, aprovechando el fenómeno terrorista para defender la independencia de Euskadi. Afirma que comparte los objetivos de la organización terrorista, pero no sus métodos. En realidad, coincide con los objetivos y pretende beneficiarse de los métodos, pero esa actitud la he comentado ya en el artículo Terrorismo y estrategia política. Lo que más me apena es que esa rígida manifestación de insensibilidad provenga de alguien como Javier Arzalluz.

A los 16 años, edad que contaba el autor de este artículo cuando entró por vez primera en la Facultad de Derecho de la Universidad de Deusto, uno siempre recibe con entusiasmo las ideas que se le transmiten. Basta que se expliquen bien y que la materia sea interesante. La política, en la segunda mitad de los años 70, era un campo fascinante y más aún para quien podía vivirla en los ambientes universitarios. Difícilmente cabe imaginar algo más valioso que aprender derecho político en 1976. Mucho más si las lecciones se imparten en un efervescente País Vasco. Y la guinda, el colmo de todas las suertes, es tener, allí y entonces, a Javier Arzalluz como profesor. Mis convicciones sobre la democracia y el valor de la libertad se las debo al mismo exjesuita inteligente, demócrata convencido y de vasta cultura que hoy parece renegar, con sus hechos, de los principios que inculcaba a sus alumnos. Finalizada la carrera volví a mi lugar de origen y, desde entonces, la evolución política del presidente del EBB nunca ha dejado de interesarme. Siempre pensé que su actitud ambigua ocultaba en realidad una apuesta discreta y de gran calado por acabar con la violencia, ostentando un papel de algún modo aceptado por Madrid. Tenía esa convicción, que hoy puede parecer ingenua, porque no podía creer que el Arzalluz de los exabruptos, de la contemporización con ETA, del discurso progresivamente radical, fuera el mismo que enseñó a por lo menos una promoción de estudiantes el qué, el cómo y el porqué de la democracia.

¿Qué le pasa a Arzalluz? Tal vez la tregua hay sido en parte uno de sus logros y atribuya al PP, su adversario político, la responsabilidad del fracaso. Quizá la vejez, que agudiza los propios defectos, le esté impidiendo darse cuenta no sólo de que todo ha terminado, de que la hora del diálogo con los defensores y practicantes de la violencia ha pasado, sino también del abismo al que está llevando al país. Al poner ETA fin a la tregua e iniciar una inaudita serie de atentados, ha finalizado un capítulo y ha empezado otro. Javier Arzalluz no es el más indicado para intervenir en él con similar protagonismo al anterior y puede que la historia no le haga justicia, pero la crueldad que con él cometa siempre será muy inferior a la sufrida por las víctimas de ETA. Arzalluz es un pura sangre de la política y lo ha demostrado manteniendo durante muchos años el cargo que ostenta. La primera duda que asalta a cualquier observador es si sus objetivos políticos están sometidos a las reglas de juego de la democracia o al revés. La segunda, si sabrá anteponer el bien de sus conciudadanos al suyo propio y tendrá la suficiente grandeza para irse a casa y, algún día, contar lo que sabe y lo que verdaderamente piensa.

 

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